El sabor como soporte de recuerdos

Uno de los recuerdos más marcados de las milicias universitarias se refiere al mes que pasé como jefe de cocina en el Centro de Instrucción de Reclutas número 9 en Sant Climent Sescebes (Alt Empordà). Mi principal aportación fue aliviar el dolor de estómago de los más de 1000 soldados que cada día desayunaban en el centro.

La leche se preparaba cada mañana con café o con chocolate en unas ollas inmensas mezclando agua con leche condensada. El problema residía en las latas de la leche condensada, que, para evitar cortes con las prisas, se abrían la noche anterior y se dejaban abiertas toda la noche. 

En aquella época el plomo de las soldaduras de las latas no se sellaba y pensé que tal vez se oxidaba por la noche e intoxicaba a los reclutas. La leche tenía un sabor inconfundible. Mi primera orden fue hacer que las latas se abriesen inmediatamente antes del desayuno y funcionó. Los dolores de estómago finalizaron.

En aquella época había una leyenda urbana que decía que todos los jefes de cocina cambiaban el coche el mes que les tocaba el turno, gracias a las comisiones de los proveedores y a los ahorros que conseguían con menús económicos basados en las famosas patatas sol y sombra y las alubias Tío Lucas. El ahorro se concentraba especialmente en las cenas, en las que la sopa era simplemente agua, con unos hilos que recordaban la clara de un huevo aprovechada hasta el límite. Poca información gustativa queda de aquella sopa.

Sin embargo, todas esas sospechas se desvanecieron cuando llegó la jura de bandera. Yo, que nunca pude intervenir en el diseño de los menús, fui el principal sorprendido al ver las interminables filas de bandejas con gambas y cigalas frescas de la parte más alta y salvaje de la Costa Brava.

Cuando acabó la comida, vi que habían sobrado algunas bandejas y quise averiguar por qué los reclutas se habían ido del comedor con esa sonrisa tan inmensa. El impacto fue brutal. Acostumbrado al producto que llegaba a las grandes ciudades, el sabor de esas gambas y esas cigalas quedaron grabadas en mi memoria.

En aquella época íbamos mucho a Cadaqués y siempre pasábamos por delante de Can Rafa. Nuestro salario no nos permitía quedarnos a comer, pero asumí el compromiso de recuperar el sabor que tanto me había impresionado y que imaginaba conseguir allí.

Años después conseguí volver a Cadaqués y comí en Can Rafa. El resultado fue mucho mejor del esperado y fui repitiendo la cita todos los años que pude con esa explosión de sabor y de recuerdos.

Con el tiempo, los sabores se han ido degradando en todas partes, y con ellos, algunas imágenes del pasado. Pero volver a Can Rafa cada año me permite recuperar los recuerdos de aquella época en que todo iba más despacio y los sabores, que sirven de soporte para esos recuerdos. 

Siempre hablamos de los terabytes de memoria que pueden almacenar los sistemas informáticos, pero nada puede compararse con lo etéreo y a la vez permanente de los olores y los sabores como contenedores de recuerdos.

Ahora una gamba o una cigala de aquella zona es algo casi inédito, que ya no se cuenta por bandejas, ni por docenas, sino por unidades. Su sabor inconfundible invade toda la boca y te hace creer en la existencia de un ser superior que puso especial esmero en su diseño.

Uno de los sabores que ha desaparecido es el de los mejillones del Cap de Creus, por las restricciones derivadas de su condición de paraje absolutamente protegido. Ahora hay calas en las que ni siquiera puedes entrar. Como el chanquete auténtico en Málaga, la normativa es estricta, pero a principios de los años 80, habría menos restricciones, más tolerancia o más furtivos. Rafa nunca quiso desvelar sus fuentes de aprovisionamiento. Sólo hablaba de las anchoas, que las hacía él mismo. Pero un día vi cómo descargaban unos sacos de mejillones del remolque de un tractor, y hablando un rato con el pescador, aceptó venderme un saco. No sé cuántos kilos habría, pero fue una gran ocasión para compartir esa bocanada de mar con varios estratos familiares. Los sabores forman parte de la cultura de un pueblo.

Como una bodega bien acondicionada, que en verano parece estar fresca y en invierno cálida, pero en realidad está siempre a la misma temperatura, los sabores de Can Rafa permanecen inalterados, indiferentes al paso del tiempo. Los sabores de otros lugares van perdiendo su esencia, y por eso, cada vez que vuelves a Can Rafa piensas que ha mejorado. Pero en realidad sigue igual. Y espero que nunca cambie, porque los recuerdos que allí se conservan, se perderían para siempre.